Te mueras de hambre. Puedes escuchar a tú
estomago haciendo ruidos sordos. Te das la vuelta en la cama y miras al reloj.
Son las cuatro por la madrugada. No entiendes porque tienes mucha hambre.
Piensas atrás en la cena con familia, comiste un bistec con papas y ensalada,
hablaste con tía Pocha sobre la universidad, y hiciste tú hermanito reírse
tanto que escupió la comida de la boca. Todo fue solo hace siete horas.
‘¡Qué raro!’ piensas.
Bueno, tienes dos opciones, quédate en la cama
o bajar hasta la cocina y prepararte algo para comer. Recuerdas que tienes algo
en la refrigeradora. Un plato de ceviche. Ahora tienes ganas de mover. Saltas
de la cama y sales de tu cuarto. Tienes que estar muy silencio. No quieres
despertar a los padres. Bajas por las escaleras. Escuchas a un trastazo. Tú paras.
Miras a la derecha. Nada. Miras a la izquierda. Nada. Caminas con cuidado hasta
la puerta de la cocina. Escuchas pasos moviendo rápido encima los azulejos.
Sientes algo suave y mojado caricia tu pierna.
‘¡Aaargh! tú chillas.
La nariz de tú perro Diana. Ella lloriquea.
‘¡Silencio!’ la susurras, ‘Tengo hambre.’
Llegas hasta la refrigeradora y abras la puerta
en busca del plato de ceviche. Ajustas tus ojos. No está.
‘¿No esta. Donde esta mi ceviche?’ Ahora tú estomago
te está gritando. Escuchas algo en el rincón de la cocina. Enciendes la luz.
Tú deberías haber sabido. Está tú hermanito con una gran sonrisa, mientras devorar tú ceviche.
El plato de ceviche que pierdes.
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